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La parábola del hijo pródigo

La Parábola del Hijo Pródigo es una de las más conocidas del Evangelio y se han imprimido volúmenes con comentarios acerca de ella. Podría parecer pretencioso intentar una interpretación nueva, algo diferente de las que ya se han escrito, pero eso quiero hacer con su permiso.
La parábola del hijo pródigo
Lc 15. 11–12: «Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes». Si Dios es el Padre, ¿cuál puede ser la parte de los bienes que le corresponde a un hombre? Lo que Dios le ha dado: su vida, su cuerpo, sus facultades, su tiempo. Toda persona que usa esos bienes a «su manera», sin tener en cuenta la voluntad de Dios, representa el hijo menor. Es como si el hombre le dijera a Dios: «Esta es mi herencia a la que tengo derecho. Yo quiero usarla como me plazca. No te metas en mis asuntos. Déjame vivir mi vida.» El Padre accede porque sabe lo que va a ocurrir y que, al final, su hijo va a verse defraudado. Además sabe que la libertad que desea conquistar lejos de él, se va a convertir en una cárcel.

13. «No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.» La provincia apartada representa vivir alejado de la voluntad de Dios y hacer lo que a uno le viene en gana. Desperdiciar los bienes es no usarlos de una manera provechosa (sea para uno mismo o para los demás) de acuerdo a los propósitos perfectos de Dios. Eso es algo a lo que está condenada toda persona que se aparta de la voluntad de Dios. Vivir perdidamente es vivir dedicado al placer, a la vida desordenada y lujuriosa.

14. «Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia y comenzó a faltarle.»  Malgastar los bienes es perder el tiempo, arruinar la salud (como ocurre con todo aquel que se dedica a un vicio), no desarrollar las propias aptitudes naturales, frustrar el destino para el cual fue creado. La hambruna representa el vacío interior que el hombre siente cuando ha vivido para la carne. Se llega a un momento en que ya no se es joven, se cae el cabello y empiezan a salir canas. Cuando la persona comienza a sentir que la vida no dura para siempre y que se le escapa de las manos, observa en el horizonte su final.

15,16. «Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.» Según esta línea de interpretación, el ciudadano de aquella tierra (es decir, la tierra del desconocimiento de Dios) que se acerca podría tener varios significados. Podría ser una de esas escuelas filosóficas que niegan la existencia del más allá, o una de esas capillas esotéricas de origen oriental como las que existen actualmente (y que ya había en tiempos de Jesús). Podría ser algunas de esas sectas pseudocristianas, que por uno u otro camino ofrecen no sólo llenar el vacío espiritual que experimenta la gente sino también dar un sentido a sus vidas. Sin embargo, el alimento que le ofrecen (las bellotas) no satisface su hambre. Lo que a otros (es decir, a los cerdos) satisface, a él no lo puedan contentar. Por el contrario, lo deja tan hambriento como antes, o aún más, porque él alguna vez probó un alimento mucho mejor que sí lo satisfacía plenamente.

17. «Y volviendo en sí dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!» Volver en sí es el acto fundamental. Tomar conciencia de la realidad. (Alguien ha escrito que el que se aleja de Dios se aleja de sí mismo; al volver en sí, regresa a Dios). Es el inicio de la «metanoia» que le permite ver las cosas tal como son en realidad. Salir del autoengaño en que vivía. No es un movimiento emocional; es un acto racional. Los jornaleros de su padre son todos aquellos que están cerca de Dios y que viven colmados.

18. «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.» El arrepentimiento, si es verdadero, conduce a una decisión: Confesar los propios pecados y pedirle perdón a Dios. Como en la parábola el padre es un ser humano, el hijo arrepentido se propone decirle: «He pecado contra el cielo* (es decir, contra Dios) y contra ti». Dice contra Dios en primer lugar porque eso hacemos en realidad cada vez que pecamos (Sal 51.4).

19. «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.» Arrepentirse implica humillarse:«No soy digno de que me recibas de nuevo en tu casa, no soy digno de que me perdones, de que me acojas. Trátame como al último de tus jornaleros porque, aunque yo soy tu hijo, no merezco serlo». Así es. Para acercarse a Dios debe humillarse hasta el suelo. Entonces él en su misericordia, y sin que lo merezca, lo levantará (1 Pe 5.6–8).

20–21. «Y levantándose vino a su padre. Y cuando estaba aún lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello, y le besó.» No basta con tomar una decisión, es necesario ponerla en práctica, levantarse y marchar para que rinda fruto: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo» (Ef 5.14). El Padre conoce los sentimientos que embargan a su hijo. Por eso, él no espera que el hijo llegue hasta él, sino corre a abrazarlo cuando todavía está lejos. Así ocurre en la práctica cuando nos volvemos a Dios en verdadero arrepentimiento y humildad. Él lo llena de su amor, lo abraza y le da su paz. El dolor del arrepentimiento se torna entonces en una alegría conmovida que se disuelve en lágrimas.

Cuando estaba aún lejos quiere decir que la gracia de Dios nos ayuda desde el momento en que iniciamos nuestros camino de vuelta. Dios acude apresurado, no sólo porque su amor infinito lo impulsa a ello, sino también para prevenir que el enemigo ponga trabas a la conversión y desanime al arrepentido. La frase «movido a misericordia» significa el amor del Padre que se enternece por su hijo que regresa, lo perdona y olvida su rebeldía.

Al Padre no le importa que su hijo haya malgastado sus bienes. No le hace ningún reproche, como solemos hacer nosotros en situaciones similares, sino que lo acoge como si nada hubiera pasado, como si la ingratitud de su hijo no le hubiera dolido. En el Padre no existe ningún sentimiento de amargura o de rencor hacia su hijo. Durante todo el tiempo que duró su lejanía no ha hecho otra cosa sino aguardar el día en que su hijo retornara y viera aparecer su silueta en el horizonte. Porque él sabía que retornaría.

22. «Pero el padre dijo a sus siervos: sacad el mejor vestido y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.» La recepción del Padre no es como el hijo la había imaginado ya que ni siquiera le permite terminar el discurso que había preparado. Posiblemente el hijo pensaba que el Padre lo miraría austeramente tratando de adivinar si su arrepentimiento era sincero. Le haría algunas preguntas indagadoras para cerciorarse de su sinceridad. Y luego, con cierta condescendencia, pero con severidad, le diría: «Bueno, te vas a ir donde el capataz y le vas a decir de mi parte que te añada el grupo de peones, que te dé una litera en una covacha, y te asigne una tarea diaria. Según como te portes veremos qué hacemos contigo.» Cualquiera de nosotros obraría igual con un hijo rebelde y perdido. Sería humano y hasta conveniente. Sin embargo Dios no obra de esa manera. Él borra el pasado como si no hubiera existido.

¿Qué es el mejor vestido que el Padre ordena ponerle? Es el traje de bodas que menciona otra parábola (Mt 22.12). La vestidura de la gracia y de la inocencia sin la cual no es posible entrar al banquete de su reino. El hijo está ahora delante de su Padre como si fuera un niño pequeño que nunca hubiera pecado. El anillo que le colocan en el dedo es signo de realeza. El hijo ha vuelto al Padre y al gozo pleno de sus derechos. El calzado que le ponen es señal de señorío porque sólo los siervos y los indigentes caminan descalzos.

23. «Y traed el becerro gordo y matadle y comamos y hagamos fiesta.» El becerro gordo representa lo mejor que el Padre tiene entre sus bienes, lo que está reservado para sus huéspedes de honor. El Padre lo restaura a su herencia a pesar de que había dilapidado su parte. Lo colma de honores y lo presenta a sus amigos como el hijo perdido y encontrado para dicha suya.

24. «Porque éste, mi hijo, muerto era y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a regocijarse.» Su hijo había estado, en efecto, muerto en sus delitos y pecados, privado de la gracia. Sin embargo, ha sido restaurado a la plenitud de la vida, al gozo de la comunión con Dios. El hijo representa al creyente que, por haberse apartado, estuvo como muerto espiritualmente a causa del pecado, pero regresa a la vida con el arrepentimiento y el perdón. No representa al incrédulo que no vivía antes de nacer de lo alto.

25,26. «Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.» El hijo mayor estaba en el campo, es decir, trabajando en la obra de Dios, sirviendo a su Padre fielmente. Se extraña cuando regresa a casa y oye  el alboroto de la fiesta, y pregunta: ¿Qué es eso?

27. Entonces le dicen: «Tu hermano, el que se había marchado con su parte de la herencia a darse la gran vida hasta que la dilapidó toda, ha regresado, y tu Padre se ha regocijado tanto por su retorno que ha hecho matar el becerro gordo y preparar esta gran fiesta para agasajarlo.»

28-30. Entonces el hermano mayor protesta: ¿Cómo? ¡Mi Padre hace una gran fiesta por ese sinvergüenza! Por alguien que le ha pagado tan mal y ha sido tan ingrato! ¡Hubiera debido rechazarlo y botarlo por haber desperdiciado sus bienes! ¡Y en lugar de eso lo halaga y lo festeja! Y a mí, que lo he servido fielmente durante tantos años ¡no me ha hecho nunca una fiesta! ¡Así recompensa mi fidelidad! ¡Esto es una injusticia!

Cuando su Padre oye que su hijo mayor está enojado sale a buscarlo y le dice: «Hijo, ven, entra y ¡gózate con nosotros de que tu hermano haya vuelto!» Pero él no quiere saber nada y repite su queja: «Yo te he servido durante tantos años y nunca me he apartado de ti; nunca he andado con malas mujeres ni por malos caminos, sino que he sido un modelo de rectitud. ¡Y nunca me has festejado! Pero a ese que te ha deshonrado y que te ha tratado con desprecio, ¡a ese sí lo tratas como a un príncipe! Mejor me hubiera sido portarme como él y darme a la gran vida y a la holganza. Entonces sí te hubieras alegrado cuando hubiera regresado hipócritamente como ese, porque tiene hambre, para mendigar tu pan. ¡Eso no es justo!»

El hijo mayor nunca le había pedido a su Padre que matara un becerro para él, por eso, se molesta cuando su Padre lo hace por su hermano pródigo. Se molesta por envidia y por causa de algo que él también hubiera podido tener, pero que nunca pidió.

A él se podría aplicar el viejo refrán popular, ligeramente cambiado: «Ni come ni quiere que otros coman». Se molesta por la fiesta que hay en la casa, no quiere participar de ella y se queda afuera.

En realidad, no quiere que el otro tenga ahora algo que él también tiene, pero que no ha sabido aprovechar. Y al ver que otro sí puede aprovechar lo que él ha despreciado, le hierve la sangre de cólera y se indigna contra su padre que, sin embargo, está dispuesto a darle todo lo que desea.

31,32. Pero el Padre le contesta: «Tú siempre has estado conmigo y has gozado de mi presencia. Todo lo mío es tuyo y no tienes sino que pedírmelo para que lo recibas. ¿Acaso tu labor en mi obra ha sido una tarea ingrata para ti? ¿No ha sido para ti  servirme la mayor de las recompensas? ¿Te lamentas ahora de haberme agradado siempre y de haberme sido fiel? ¿Acaso no es tu tarea traer a los hombres al arrepentimiento, y no te alegras cada vez que ocurre? Y si así es, ¿cómo no te gozas conmigo de que tu hermano haya vuelto al buen camino? Si fuera un extraño, ¿no te alegrarías acaso?»

Lo que no se sabe, porque la parábola no lo dice, es si el hijo mayor llegó a entrar al banquete o si se quedó afuera. Quizá no entró porque no quería encontrarse cara a cara con el hermano que ahora detestaba. O de repente, haciendo de tripas corazón, sí entró y saludó de manera reticente al hermano pródigo, pero no lo abrazó.

Esta es una historia con final «ad libitum» y cada cual puede inventar el suyo, a su gusto. Jesús no lo indica porque el mensaje principal de la historia es señalar la inmensidad de la misericordia de Dios y cómo el Padre se alegra por cada pecador arrepentido. Sin embargo, debemos pensar, incluso los que ya hace tiempo hemos retornado a Dios, que todos somos pecadores que necesitamos arrepentirnos sin cesar, porque sin cesar lo ofendemos. Además, tenemos la necesidad de ser constantemente tratados como el hijo pródigo, aunque la fiesta que se celebre en el cielo no sea tan fastuosa como la que se celebró por nosotros la primera vez.

El hijo mayor también podría ser tratado como el menor si no se creyera perfecto como el fariseo que subió al templo a orar, sino se comportara como el publicano que se humilló. Así sería tratado si dejara de ver la paja en el ojo ajeno y viera más bien la viga que tiene en el propio.

Ya que esta es una parábola sin final, tenemos libertad de inventárselo, como si fuera uno de esos programas de televisión interactivos con los que los televidentes pueden jugar. Pero, ¿cómo? ¿Acaso no dice la Escritura: «No añadas nada a sus palabras, para que no te reprenda y seas hallado mentiroso»? (Pr 24.6).

Pero lo que viene a continuación no pretende ser Escritura sino sólo una fantasía personal. Imagine que a la mañana siguiente el hijo mayor, tenso y con cara de no haber dormido, le dice al Padre: «Padre, quiero que me des la parte de mi herencia, como se la diste a mi hermano». Y el Padre dulcemente le contesta: «Hijo, todo lo que tengo aquí es tuyo. ¿Qué mas puedo darte?» Pero el hijo insiste: «Dame la parte de la herencia que me toca». Al Padre no le queda más que reunir lo que al hijo mayor le corresponde y entregárselo. El hijo lo toma, lo carga en las mulas que ha traído, y lentamente se aleja por el camino, mientras que el Padre lo sigue con la mirada triste, hasta que desaparece en el horizonte.

El Padre regresa a casa arrastrando los pies, suspirando y con la cabeza gacha. Pero nunca más volverá al camino para ver si su hijo retorna porque, con esa intuición segura que tienen los padres, él sabe que su hijo mayor se ha ido para no regresar. (8.7.02)
Notas

*En época de Jesús los judíos evitaban, por reverencia,  referirse a Dios directamente y por eso usaban expresiones como «el cielo», «Señor», «el Altísimo», y otras semejantes para dirigirse a él.

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