Regalo del Cielo
Nuestra alma reposa al saber que nuestro Padre hará lo que es mejor para nosotros
El susto que le produjo a Zacarías la visita del
ángel eventualmente pasó, y seguramente dio lugar al asombro. Al igual
que su padre Jacob, el anciano sacerdote exclamó, asombrado: «¡He visto a
Dios cara a cara, y ha sido preservada mi vida!» (Génesis 32.30). Nadie
permanece igual luego de semejante experiencia. Quizás en esta
observación encontramos la más clara evidencia de lo que constituye una
genuina experiencia espiritual. En cada reunión experimentamos toda una
gama de emociones. Rápidamente atribuimos al Señor aquellas que
consideramos más agradables. No obstante, el impacto de ellas no duran
más allá del encuentro y nuestros vidas continúan en las mismas
condiciones que antes. Como ya se ha señalado, las experiencias más
espirituales muchas veces se producen en el terreno de lo ordinario.
Dios no solamente nos llama a aceptar esto, sino también a aprender a
valorar lo cotidiano, pues pasaremos la mayor parte de nuestra vida en
ese ámbito. Así también le ocurrió a Zacarías. «Cuando se cumplieron los
días de su servicio sacerdotal, regresó a su casa. Y después de estos
días, Elizabet su mujer concibió». Ella, por su parte, se recluyó por
cinco meses, diciendo: «Así ha obrado el Señor conmigo en los días en
que se dignó mirarme para quitar mi afrenta entre los hombres». ¿Quién
de nosotros puede saber cuántas lágrimas habría derramado esta mujer?
¡Cuántos momentos de angustia habría experimentado! En cuántas ocasiones
se sentiría excluida de las festividades y alegrías que acompañaban a
las otras familias con las que se relacionaba. Su dolor, sin embargo,
nunca se había convertido en reproche contra el Señor, pues el
evangelista testifica que tanto ella como su esposo vivían una vida
intachable. En algún momento aceptó la realidad que le había tocado y
siguió adelante. Llegar al punto de la aceptación es una de las más
grandes conquistas en la vida espiritual. Se trata de aquel momento en
que soltamos aquella situación que tanta angustia nos ha producido y
decidimos rendirnos a los pies de Cristo. Deja de ser una obsesión que
nos atormenta día y noche, porque hemos arribado a la convicción de que
la situación está enteramente en manos de nuestro buen Padre celestial y
decidimos descansar en él. Escogemos la muerte, para que la vida de
Cristo se fortalezca más en nosotros. Esta decisión no significa que
automáticamente desaparece nuestra angustia, aunque sin duda habrá
comenzado un importante proceso de sanidad en nuestro corazón. Lo
importante es que habremos logrado «no poner nuestra vista en las cosas
que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Corintios 4.18).
Nuestra alma reposa al saber que nuestro Padre hará lo que es mejor para
nosotros, aunque no obre de la forma que nosotros consideramos indicada
para esa situación. Para Elizabet la intervención de Dios llegó muchos
años más tarde, cuando ya había perdido toda esperanza de concebir un
hijo. Su alegría se vio multiplicada porque entendía, como ninguna otra
madre, que todo hijo es, verdaderamente, un regalo del cielo.
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