Los ojos fijos en Cristo
Las batallas más importantes de la vida se deciden en lo secreto del corazón
Una de las características que distinguió a los
héroes de la fe es que poseían la capacidad de ver lo que aún no
existía. De hecho, el autor señaló esta realidad mientras recorríamos el
museo de la fe: «Todas estas personas murieron aún creyendo lo que Dios
les había prometido. Y aunque no recibieron lo prometido lo vieron
desde lejos y lo aceptaron con gusto. Coincidieron en que eran
extranjeros y nómadas aquí en este mundo» (11.13 – NTV). Transitaron por
la vida con la vista puesta en algo que poco veían, pero que ellos no
solamente veían con nitidez, sino que también les proveía de una intensa
motivación para seguir adelante.
La visión del momento en que se cruza la meta es uno de los más fuertes estímulos que posee el atleta. Durante gran parte de la carrera, que tiene 42 km de extensión, ni siquiera puede ver la línea de llegada. No obstante, toda persona que ha participado de semejante competencia conoce la forma en que la mente visualiza, una y otra vez, ese momento de intensa emoción y satisfacción personal que solamente se experimenta al cruzar la línea de llegada. Anticiparse a esa experiencia –saborearla de antemano– es, en ocasiones, la única herramienta que posee el corredor para no abandonar la competencia. La persona de visión ve lo que otros no ven.
Del mismo modo, el discípulo que ha emprendido un camino en respuesta al llamado de su Señor, requiere de algún estímulo para seguir adelante. El autor de Hebreos sugiere que este estímulo lo recibimos al mantener los ojos firmemente puestos en la persona de Jesús. La experiencia de Pedro, cuando caminó sobre las aguas, nos recuerda cuán vital resulta este ejercicio. Ni bien dejamos de mirar al Señor, las dificultades y tormentas que nos rodean nos llenan de temor y comenzamos a hundirnos.
La más excelente ilustración de esta disciplina la provee el mismo Jesús. Su momento de máxima crisis fue en Getsemaní. Allí confesó a sus discípulos su fuerte deseo de abandonar la carrera: «Mi alma está destrozada de tanta tristeza, hasta el punto de la muerte…» ( Mt 26.38 - NTV). Apeló al cariño que le tenían para que lo acompañaran en tan difícil momento. Él, por su parte, se apartó y se concentró en la intensa batalla que se había apoderado de su corazón, una batalla entre el deseo de hacer la voluntad del Padre y el deseo de hacer la voluntad propia. Finalmente, logró lo que hacía falta para seguir en carrera: quitó los ojos de la cruz y de la inminente agonía de la muerte, para fijarla en algo que lo inspiraba plenamente. Esto era el gozo del reencuentro con su Padre celestial.
La disciplina de volver a fijar los ojos en Jesús en los momentos más duros de la vida es la que nos permitirá seguir avanzando con confianza. Requiere de disciplina precisamente porque, en esos momentos, la tentación de abandonar es intensa. ¡Bienaventurados son los que deciden perseverar!
La visión del momento en que se cruza la meta es uno de los más fuertes estímulos que posee el atleta. Durante gran parte de la carrera, que tiene 42 km de extensión, ni siquiera puede ver la línea de llegada. No obstante, toda persona que ha participado de semejante competencia conoce la forma en que la mente visualiza, una y otra vez, ese momento de intensa emoción y satisfacción personal que solamente se experimenta al cruzar la línea de llegada. Anticiparse a esa experiencia –saborearla de antemano– es, en ocasiones, la única herramienta que posee el corredor para no abandonar la competencia. La persona de visión ve lo que otros no ven.
Del mismo modo, el discípulo que ha emprendido un camino en respuesta al llamado de su Señor, requiere de algún estímulo para seguir adelante. El autor de Hebreos sugiere que este estímulo lo recibimos al mantener los ojos firmemente puestos en la persona de Jesús. La experiencia de Pedro, cuando caminó sobre las aguas, nos recuerda cuán vital resulta este ejercicio. Ni bien dejamos de mirar al Señor, las dificultades y tormentas que nos rodean nos llenan de temor y comenzamos a hundirnos.
La más excelente ilustración de esta disciplina la provee el mismo Jesús. Su momento de máxima crisis fue en Getsemaní. Allí confesó a sus discípulos su fuerte deseo de abandonar la carrera: «Mi alma está destrozada de tanta tristeza, hasta el punto de la muerte…» ( Mt 26.38 - NTV). Apeló al cariño que le tenían para que lo acompañaran en tan difícil momento. Él, por su parte, se apartó y se concentró en la intensa batalla que se había apoderado de su corazón, una batalla entre el deseo de hacer la voluntad del Padre y el deseo de hacer la voluntad propia. Finalmente, logró lo que hacía falta para seguir en carrera: quitó los ojos de la cruz y de la inminente agonía de la muerte, para fijarla en algo que lo inspiraba plenamente. Esto era el gozo del reencuentro con su Padre celestial.
La disciplina de volver a fijar los ojos en Jesús en los momentos más duros de la vida es la que nos permitirá seguir avanzando con confianza. Requiere de disciplina precisamente porque, en esos momentos, la tentación de abandonar es intensa. ¡Bienaventurados son los que deciden perseverar!
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